NOMBREMariana Torres
PAÍS: Brasil
OFICIO: Escritora y profesora de escritura creativa 
PRIMERA VEZ EN ESPAÑA: 1988
CANCIÓN PLAYLIST CONQUISTADORAS: Canto das três raças, Clara Nunes
OBJETO: Una redacción que hice en 3º de EGB que se titula “El mate y yo” y que muestra una foto mía con dos o tres años tomando mate y la redacción todavía refleja, con su lenguaje tan crío, lo que me ha marcado venir de otro lugar, saberme de otro lugar, conocer y atesorar otro lugar”. 
BIOGRAFÍA Y VIAJE:
“Nací en Angra dos Reis en 1981, cuando era un territorio nuevo y poco habitado, en el suroeste de Río de Janeiro. Allí pasé mi infancia, me mudaron a España con siete años, en 1990. Mis padres son argentinos y mi idioma materno el español. 
Pero en portugués aprendí a hablarle a los niños. 
Hoy casi lo tengo olvidado. 
No pude salvar el portugués, pero, para no olvidar, escribo desde siempre. Diarios, registros, sueños, historias mías y de otras personas. Mi memoria es mala pero mi letra es bonita y esmerada. 
No solo he vivido en diferentes países; dentro de ellos, me he mudado muchas veces: he cambiado de casa (veintiocho veces en cuarenta años), de vecinos, de barrio, de amigos. De clima. Las mudanzas se traspasan a la escritura. 
En 2015 publiqué mi primer libro, El cuerpo secreto, con Páginas de Espuma. Tardé siete años en escribirlo. Soy una escritora de fuego lento y aliento variable. Durante cinco años me dediqué también al cine, estudié Guion en la ECAM, recibí becas, rodé un cortometraje que ganó premios y rodó por festivales internacionales. 
He sido autodidacta en todos mis intereses a excepción de la escritura: soy alumna de talleres desde los dieciocho, no solo me formé en ellos, sino que encontré mi vocación de profesora que ha ido tan lejos como para dedicarme a tiempo completo a que el engranaje de Escuela de Escritores camine como un reloj bien pulido. 
La escritura y, sobre todo, enseñar a escribir, me han construido y me han hecho viajar. He impartido clases de escritura en Turín, Manchester, París, Buenos Aires y Santiago de Chile. En Finlandia, Países Bajos y Curazao. 
En 2017 dejé de mudarme. En 2019 terminé mi segundo libro, una novela, Los seres vivos, y recibió una ayuda a la creación literaria. En 2020 nació mi hija Adriana. Acaba de empezar a hablar, en una media lengua de sílabas breves y frases deshechas. Con ella hablo en español, bailo samba e improviso en voz alta historias cortas que al día siguiente no recuerdo. A veces me pregunto si algún día volverá la necesidad de recordarlo todo”.

RAÍCES
Nunca te dicen si el lugar elige a sus habitantes, si los atrae de alguna manera hasta que llegan con sus bártulos de otras vidas y arrojan ahí a sus hijos, o si es el emigrante el que tiene capacidad de elección. Elijo nacer. Elijo nacer aquí. Elijo este territorio y sus islas cubiertas de cangrejos diminutos para que crezcan mis hijos y echen raíces. Unas raíces largas y carnosas que les nazcan en la planta de los pies y se metan en la tierra. Clavándose en la arena de la playa, enredándose con la sal, el azúcar de caña, los mosquitos.
Lo que tampoco te dicen es que mover esas raíces duele.  
Y no te cuentan que arrancarlas deja un rastro, y que es algo que uno carga toda la vida. 
Yo nací en Brasil porque en esa tierra crece de todo. Basta clavar al suelo un palo de escoba para que le broten hojas. Nací rápido, sin aspavientos. Mi madre cuenta que tuvo contracciones mientras estaba recogiendo las lechugas del huerto y, como pensó que era uno de sus dolores de estómago, siguió trabajando. Cuando llegamos al hospital la anestesiaron y me sacaron por cesárea. Fui una niña y pesé menos que un pavo relleno. El día de mi nacimiento mi padre se comió una manzana y enterró las semillas. Una de las semillas echó raíces y de ellas creció un manzano, un árbol desgarbado que al año me sacaba varios centímetros. Mis padres rodearon su tronco con guías de madera para que creciera recto, sin torcerse. 
En esa época vivíamos en un lugar demasiado perfecto, pero yo entonces no lo sabía. Para mí lo normal era tener una playa a veinte metros de la puerta, bananeros y guayabas y limoneros, un terreno donde plantar lechugas, una casa blanca, un clima templado que se mantenía estable, rocas grandes por las que trepar en el jardín y un pueblo a un par de kilómetros donde la gente silbaba canciones por los caminos de tierra.
Tenía cerca de un año cuando me atreví a separar los pies del suelo y tirar hacia arriba de mis propias raíces. Levanté el pie derecho por primera vez y mis raíces quedaron al aire. Sentí un calambre que empezaba en el centro del pie y me recorría todo el cuerpo hasta llegar al ombligo. Como un latigazo. Doloroso pero, al mismo tiempo, reconfortante. Me acostumbré a esa sensación y, con cuidado, di mis primeros pasos. Y pude comprobar cómo las raíces se volvían a enganchar en la tierra cuando apoyaba el pie en la arena caliente. La arena en la que di mis primeros pasos estaba caliente y húmeda.
Porque todo en Brasil es caliente y está húmedo. 
El manzano fue creciendo sano y, como mis padres sabían de árboles y guías de madera, creció muy recto. Aprendí a trepar por él. Apoyaba un pie en las maderas, el otro pie en el tronco y trepaba hasta las primeras ramas. Subida al tronco del manzano era capaz de tocar el mar con la punta de los dedos. Un mar azul oscuro, salpicado de islas. Y de oler nuestra playa y nuestro trozo de mar. Porque todas las personas que yo conocía tenían playas propias y trozos de mar.
Angra dos Reis, en esa época, era un territorio casi salvaje, y aunque cuesta construir sobre la selva, si se insiste, la selva cede. Hubo un momento en que se llenó de compradores europeos que invadieron los terrenos con hormigoneras, máquinas de triturar cemento, toneladas de ladrillo y litros de asfalto derretido que echaban sobre los caminos de tierra. Mis padres también cedieron porque yo tenía que ir al colegio, los niños no pueden crecer sin un colegio, decían, que las lechugas no educan. 
Fue entonces cuando dejamos atrás la casa blanca y las islas de cangrejos diminutos. Al enterarme de que nos íbamos trepé por el tronco del manzano lo más alto que pude y no bajé en varios días. Mi madre podó el manzano para rescatarme y mi padre cavó la tierra que lo rodeaba para extraer sus raíces. Las raíces de un árbol son mucho más largas que las de los humanos. Mientras mis padres lo podaban me senté en la tierra para mirarme los pies. Les di la vuelta, los sacudí de barro y lombrices. Y en mis pies, recorriendo toda la planta, las encontré. Mis raíces seguían ahí, habían ensanchado desde la base y eran más cortas, pero parecían fuertes. Ya no me dolía exponerlas. Miré a mi manzano, sumiso, permitiendo que mis padres lo podaran a cuatro manos, le recortaran las raíces y lo trasplantaran a un tiesto. Sin que me vieran cogí las tijeras de podar y me corté de cuajo, una a una, las raíces que salían de mis pies. Me mordí la lengua para no gritar. Con los cortes en carne viva fui corriendo hasta la playa y me metí en el agua. La sal del mar, decía mi madre, lo cura todo. Viajé con el manzano, en la parte de atrás de la camioneta, rodeada de bártulos y abrazada a su tronco. Le habían dejado tan pocas ramas que estaba segura de que iba a morirse. 
Cuando llegamos a la casa nueva de Río de Janeiro, un apartamento en un bloque lleno de otros apartamentos, mis padres instalaron el manzano al aire libre. Era un balcón pero sin techo, así que las ramas podían estirarse para buscar el sol y la lluvia. El manzano, en la siguiente primavera, se cubrió de brotes. Se le llenaron las ramas de piñas diminutas que crecían formando ramilletes de hojas y engordaban hasta sacar unos hilos largos que se transformarían en flores blancas.
—Se ha aclimatado bien —dijeron mis padres, orgullosos.
Y yo también me adapté. A las plazas atestadas de gente donde tenían que subirme a los hombros de mi padre para que avanzáramos. Al tráfico, a los coches, a las motos, a la contaminación, al olor de la gente. Y, en lugar de trepar al manzano, me quitaba los zapatos y trepaba por las construcciones de madera de los parques públicos. La planta de mis pies se endureció porque iba descalza siempre. Me agarraba a los aligustres y a las enredaderas y subía por las paredes y me colaba en las casas de los vecinos, que me invitaban a comer. Me escapaba del colegio para ir a la playa, donde la arena se mezclaba con el asfalto, como si fueran parte del mismo animal. Allí me juntaba con la gente que estaba por todos lados haciendo nada, riéndose de la vida, vendiendo baratijas y zumos y silbatos de madera, tomaban el sol, reían y bebían cerveza. Había gente en cada rincón y en cada esquina, palpitando, corriendo detrás de una pelota de fútbol, subida a los árboles, a los muros. Había gente. Mucha gente. Me gustaba escucharles hablar, verles moverse, escupir, comer, cantar. 
Y, entre tanta gente, algo debí contagiarme. Justo antes del verano se me llenó el cuerpo de brotes vegetales. Mis padres pensaron primero que era sarampión, así que me llenaron de antibióticos y me metieron en casa. Después les dijeron que era una enfermedad tropical, típica del país, nada grave, pero que para curarme tenían que sacarme de allí para siempre. Yo me sacudí, les expliqué que eran brotes, les conté cómo había cortado las raíces de mis pies y que esas raíces mutiladas buscaban ahora otro lugar para salir. No me escucharon. Por entonces el cuerpo se me había cubierto de brotes, sobre todo tenía en los brazos y en las piernas, y me salió uno muy gracioso en la mejilla que parecía un diente roto. Me dolían, me picaban un poco, pero nunca me quejé. Durante semanas no pude salir de casa, ni escaparme, ni ir al colegio. Me quedaba mirando al manzano, en plena floración, al que ya se le estaban cayendo los pétalos. 
Fue entonces cuando mis padres decidieron movernos lejos, para que viviéramos con otra gente, en otro clima. Algo así solo existía al otro lado del mar. Cuando me dieron la noticia corrí hasta el manzano y trepé por su tronco. Llevaba años sin hacerlo por miedo a que se rompiera. Pero ese día aguantó estoico mi peso, mis tirones y las sacudidas que hacían que los pétalos de sus flores se cayeran aún más rápido. Allí arriba, sentada entre sus ramas, me sentía invulnerable. Quería que se fueran sin mí. Que nos dejaran allí. 
Pero no pasó. 
Mi madre podó el manzano hasta dejarlo desnudo, ató sus ramas con cintas de estraza y lo protegió con una capa de tela para que no sufriera el frío de la bodega del avión. A mí me envolvió en un abrigo de lana, me puso una bufanda para que no se me viera el brote de la mejilla y, en los pies, me enfundó cuatro pares de calcetines y unos zapatos duros. Casi no podía respirar. En el aeropuerto nos pesaron las maletas y se las llevaron en una cinta negra. Mi manzano pesaba veintisiete kilos, tierra incluida. Lo vi alejarse por la cinta y ser tragado por la oscuridad de un túnel. No me gustó volar. Cuando me asomaba por la ventanilla no veía una pizca de tierra, solo una infinidad interminable de agua, y muchas nubes. 
En algún momento aterrizamos. Y, a pesar del frío helado que me golpeó en la cara cuando salimos del avión y de las capas de ropa que llevaba, conseguí correr hasta la cinta de maletas. El manzano fue el primero en salir, orgulloso, con la parte de arriba de la copa liberándose de las telas, como una cabeza que se escapa para respirar. Quise desnudarlo allí mismo. Pero mis padres me obligaron a ir a casa, deshacer las maletas y, solo entonces, quitarle las capas de tela. Al hacerlo descubrimos una maravilla. Lo que eran flores antes del viaje, eran ahora brotes de frutos. De alguna manera el reposo, la oscuridad y el frío de la bodega habían acelerado el proceso. Mis padres me examinaron todo el cuerpo, me miraron los brazos, las piernas. No encontraron nada nuevo. Mis brotes seguían allí aunque, al parecer, ya me estaba curando. 
Instalamos el manzano en la terraza. Hacía frío, pero lo cierto es que ese sol templado era agradable. En este país prácticamente no llueve, teníamos que ponernos crema en el cuerpo para que la piel no se nos cuarteara. Al poco mis brotes se secaron y desaparecieron, como si nunca hubieran estado conmigo. No me pareció raro porque en esta ciudad no crece nada. La tierra es marrón, seca y dura, es imposible plantar alguna cosa. No quise recorrer la casa nueva, ni bajar a los columpios a pasar frío, ni probar las castañas asadas, mucho menos hablar con la gente en ese idioma extraño, no quise comer jamón, ni apoyar mi dedo pulgar en un tampón negro de tinta para firmar mi nueva nacionalidad, ni jugar con la nieve, ni probar caramelos de lilas y, ni siquiera, conocer ese parque tan famoso con un estanque y barcas de madera lleno de peces monstruosos que se comían un dedo tuyo cuando metías la mano en el agua. No quería hacer nada de eso pero lo hice todo. 
Y aunque dije que era feliz y hasta aprendí a fingirlo, lo cierto es que por las noches las cicatrices que tenía en las plantas de los pies me quemaban. Me sentaba en la cama y me miraba los pies, y casi pensaba que en cualquier momento mis raíces volverían a brotar. Pero la sal del mar había hecho un buen trabajo. 
Con el tiempo mi manzano murió. Los árboles también se mueren, los troncos se vacían por dentro y las raíces empiezan a pudrirse sin que desde fuera pueda darse uno cuenta. No llegó nunca a dar manzanas. No te dicen que eso pasa con los manzanos que se trasplantan. Y, si dio manzanas, no estuve cerca para verlas. Sí estuve el día que murió. Me di cuenta de que algo no iba bien hacia el final del invierno, cuando aún hace frío pero empieza a templar el sol. El manzano, en lugar de echar hojas y brotes nuevos, fue perdiendo hojas. Se le secaron, se arrugaron y se fueron cayendo de cuatro en cuatro. Lo invadieron los pulgones y las hormigas. Y un día el viento pudo con él. Fui la primera en verlo caído en el suelo, largo como era, con las raíces fuera de la tierra y expuestas al aire. Pero el árbol ya estaba muerto, y no podía sentir ningún dolor.


CONÓCELAS A TODAS

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